martes, 1 de noviembre de 2011

El carisma de santa Beatriz vivido por Ángeles Sorazu - Congreso OIC - Fátima 2011

1. Una Regla para la “vida”
Celebramos este año el V centenario de la aprobación de la Regla de la Orden de la Inmaculada Concepción. Es un acontecimiento de gracia no sólo para las concepcionistas franciscanas sino para toda la Iglesia.
Una Regla monástica no es simplemente un conjunto de normas que han de observarse escrupulosamente para la buena marcha de un grupo religioso, como aparentemente alguien pudiera pensar. En ese caso, el centenario que celebramos tendría muy poco valor.
La Regla de una Orden contiene una forma de vida y surge siempre bajo la inspiración de un carisma. Redactada en fidelidad a dicha inspiración, viene a constituirse en “alma” que alienta la vida y el desarrollo de dicha Orden.
La Regla da estabilidad y consistencia al carisma, por ello toda Orden monástica necesita de una Regla, mientras que, a su vez, toda Regla necesita de los miembros vivos de la Orden, en quienes poder “encarnar” el carisma fundacional, para que ésta adquiera su pleno sentido y dinamismo. Se produce, así, una intercomunicación vital por la cual el carisma, plasmado y conservado cuidadosamente en la Regla, se pone de manifiesto en el ser y el hacer de las personas que han abrazado este género de vida como camino de seguimiento de Cristo.
Hallamos entonces que no hay oposición sino complementariedad entre “Espíritu” y “Regla”, ya que ésta contiene en sí y transmite, la fuerza dinamizadora del Espíritu Santo, al mismo tiempo que el don del Espíritu Santo se expresa en la Regla.
De este modo, “Regla monástica” y “Familia religiosa” confluyen al servicio de una única finalidad: la glorificación de Dios a través de la realización de un plan de salvación, proyectado amorosamente desde la eternidad y manifestado en el tiempo al fundador.

2. Santa Beatriz y la Regla de la Orden de la Inmaculada Concepción
El Espíritu Santo inspiró el carisma concepcionista a santa Beatriz. Ella es depositaria y transmisora del mismo a sus primeras compañeras, las cuales, a su vez, se ocupan de que la semilla recibida y comunicada por santa Beatriz, quede expresada en totalidad y veracidad en la Regla de la Orden.
Permítaseme subrayar los términos “totalidad” y “veracidad”, ya que con ello afirmamos la integridad de la Regla, es decir, que ésta contiene, en germen, “todo” lo que Beatriz recibió y legó a la Orden, y lo contiene en absoluta “fidelidad” a la Santa Fundadora, garantizando así la autenticidad del don recibido del Espíritu Santo.
Podemos concluir, por tanto, que la Regla de la Orden de la Inmaculada Concepción contiene los núcleos del carisma concepcionista, que, en su realidad pneumatológica, está llamado a desarrollarse y expresarse en las concepcionistas de todos los tiempos y lugares.
En ellas, se hace visible el único y específico carisma de la Orden, si bien, en cada hermana se presenta con un rostro propio y peculiar. Siguiendo el principio de que la gracia no destruye la naturaleza, hallamos que el carisma es dado a cada hermana, la cual lo integra en su ser, de modo único e irrepetible, desde la historia de amor de Dios hacia ella, sin que esto signifique deterioro alguno del carisma.

3. El carisma de Santa Beatriz y sus hijas
La cadena ininterrumpida de hermanas que a lo largo de estos quinientos años han mantenido viva la lámpara que el Espíritu encendió en santa Beatriz es larga por el número de eslabones y fuerte por los frutos de santidad que la adornan.
Merecen especial mención, en Toledo, las Madres Catalina Calderón y Juana de San Miguel, sucesoras directas de santa Beatriz; M. María de Jesús de Ágreda (Soria) -por su fama de santidad y por sus escritos, de entre los que destaca la famosa y divulgadísima “Mística Ciudad de Dios”-; M. Teresa Romero –en Hinojosa del Duque (Córdoba), por su impulso en la causa de beatificación de la hoy santa Beatriz-; todas ellas monjas españolas.
Muy pronto la Orden superó los límites de las fronteras de España para saltar al Nuevo Mundo, en 1540; destacan las Madres:  María de Jesús -conocida por “El lirio de Puebla”, en México-; Mariana de Jesús –en Quito, Ecuador-; Juana Angélica –en Brasil-; y cómo no citar a la concepcionista portuguesa, Sor Custodia –perteneciente al ya desaparecido monasterio de Braga-, en su ardiente amor a la Eucaristía; además de otras figuras que omitimos por razón de brevedad[1].
Quisiera centrar la atención en una mística concepcionista de principios del S. XX, actualmente en proceso de beatificación, M. Ángeles Sorazu Aizpurua (Zumaya –Guipúzcoa- 1873 – Valladolid 1921) y resaltar su estrecha comunión con santa Beatriz. La Regla de la Orden que ambas vivieron, viene a ser, sin lugar a duda, el punto de encuentro y unión entre madre e hija, venciendo las diferencias que marcan cuatro siglos de distancia, con su respectivo entorno geográfico, histórico, cultural y eclesial.
Santa Beatriz vivió una Regla, que no llegó a conocer en su redacción definitiva, pero que fue dictando día a día con su vida a las compañeras de fundación. Ángeles Sorazu leyó y meditó diariamente esta misma Regla que abrazó como camino de identificación con los que ella llamaba “nuestros divinos modelos: Jesús y María”[2]. No sabemos el conocimiento que M. Ángeles tuviera de su fundadora, apenas la menciona en sus escritos, pero sí nos consta que entendió e integró en su vida el carisma que santa Beatriz dejó a la Orden. Ambas recibieron, vivieron y amaron el carisma identificándose con él, avanzando con ligereza por este “divino camino” (R. 2).

4. Ángeles Sorazu y el carisma concepcionista.
Exponer detalladamente los aspectos en los que se manifiesta la vivencia de M. Ángeles respecto al carisma de Santa Beatriz, sobrepasa los límites de esta sencilla comunicación. Nos detendremos únicamente en los tres ejes centrales que constituyen el seguimiento de Cristo en la Orden de la Inmaculada Concepción y que están bellamente recogidos en la Regla.
Según ésta, la vida monástica es el marco en el que se desarrolla la vida de la hermana concepcionista. Dos elementos la caracterizan: la contemplación, vivida en clausura; y la vida fraterna, en expresión franciscana. En la obra titulada “El resplandor de un carisma” se dedica el c. XII a este doble aspecto: Soledad monástica y vida fraterna, y se explica ampliamente cómo vivió M. Ángeles estas dos dimensiones: amante de la soledad y el silencio, que cultivó con esmero, era también extremadamente delicada en la caridad fraterna, cuya comunión alimentaba en la contemplación del misterio trinitario[3].
En la Orden de la Inmaculada Concepción, este ámbito claustral se adorna del ambiente amoroso y festivo del desposoriovistiendo el hábito de esta Regla, desposarse con Jesucristo nuestro Redentor (R 1)- y se viste de color azul, porque este desposorio se vive honrando la Inmaculada Concepción de su Madre (ib. 1).
Vida monástica, desposorio con Cristo Redentor y veneración del misterio de la Concepción Inmaculada de María son los tres fundamentos de la vida concepcionista que la Regla desarrolla a lo largo de sus doce capítulos.
M. Ángeles comprendió y amó estos pilares sobre los que fundamentó su vida espiritual, los abrazó con generosidad y se entregó sin reserva a la vivencia de su vocación contemplativa-inmaculista. En el transcurso de su vida constatamos su crecimiento espiritual hasta que, llegada a la madurez, la podemos contemplar hecha un solo espíritu con Cristo su Esposo, mediante el amor, meta a la que está llamada toda concepcionista, siguiendo la exhortación de R. 30.
Estos aspectos son de gran importancia y belleza pero no pudiendo desarrollarlos todos, quisiera recordar al menos algunos rasgos de la vida mariana de M. Ángeles Sorazu, ya que la Orden fue inspirada a santa Beatriz con el fin de honrar a la Inmaculada Concepción.
La vida mariana se desarrolló en M. Ángeles con un vigor asombroso. María la acompañó en su vida religiosa desde los primeros pasos hasta la cumbre de la vida mística. Es singularmente bello, por ejemplo, hallar la mediación materna de María en el momento de recibir la gracia del matrimonio espiritual -de cuyo acontecimiento se acaban de cumplir cien años-[4].
M. Ángeles define la devoción mariana como un “inspirarse para todo en la Virgen y hacerlo todo en unión suya[5]. La devoción a María se expresa en la consagración a ella y se traduce en la imitación, llevando a la propia vida este amor a la Inmaculada. Siguiendo atentamente las oraciones de consagración mariana de M. Ángeles, se observa que se trata de una entrega mutua, en la que ella pone en manos de la Señora todo su ser para así hacer todo a través de la Madre del Cielo y le ruega que también María se le entregue hasta el punto de llegar a poder exclamar: “Ya no vivo yo, es María quien vive en mí”[6], adaptando la frase paulina de Gal 2, 20.  
M. Ángeles sabe que puede hablar en estos términos porque contempla a María hecha “Templo de Jesús”, o lo que es igual, “digna morada”, como rezamos en la oración litúrgica de la solemnidad de la Inmaculada Concepción. Habitada por Cristo, puede atraer a las almas hacia sí, porque al introducirlas en su seno las lleva a Cristo Redentor, abriéndolas a la salvación que el Hijo nos ofrece, como bellamente describe M. Sorazu en su visión descrita en una carta dirigida al jesuita Nazario Pérez[7].
M. Ángeles contempla a María desde cuatro aspectos estrechamente relacionados entre sí:
-        María es “Inmaculada”: recibió de Dios Uno y Trino, el ser inmaculado, inocente, puro y santo. Nada más crearla, -desde la pura nada- la atrajo y aproximó a Sí[8];  
-        Es también “Templo de Cristo”, como acabamos de indicar;
-        Es “Esposa”, “volcanizada” por el fuego del Espíritu Santo, en la que M. Ángeles ve cumplido el Ct[9];
-        Y, finalmente, María es la pobre de Yavé, en quien se cumplen las bienaventuranzas[10], cuya humildad y pobreza están llamadas a imitar las hermanas concepcionistas (R. 7; 8; 18; 44). Por todo ello, merece el título y la misión de medianera universal de todas las gracias[11].
Al contemplar a María Inmaculada, creada por las tres Personas divinas, totalmente diferente a Ellas, ya que no tiene su misma naturaleza divina, pero partícipe de su santidad y pureza inmaculada, se despierta en M. Ángeles la llamada interior a participar en la pureza de la Toda Santa; nuestra concepcionista se ve envuelta en el amor de Dios y como respuesta a este amor se entrega en calidad de víctima[12]. Desde la vivencia del misterio de la Inmaculada, M. Ángeles hace vida el ideal que la Regla presenta a las hermanas: se entrega a Cristo Redentor y a su Madre como hostia viva en alma y cuerpo (R 2).
Finalizo mi exposición orando e invitando a todos a orar con M. Ángeles:
Madre de Dios y Señora mía, con todo mi corazón, me consagro enteramente a ti, entregándome una vez más en tus manos con todo cuanto soy y tengo, quiero vivir y morir en tu seno, ocupada toda en amarte y servirte, y contigo y en tí, amar y servir a tu Hijo Jesucristo, y en él y con Él al Padre y al Espíritu Santo. Así sea[13].
Muchas gracias. Obrigado.

[1] Sobre de las figuras destacadas cf. E. Gutiérrez, Brillarán como estrellas,  
[2] A. Sorazu, Autobiografía Espiritual, Madrid 1990, p. 119. En adelante citaremos únicamente como Autobiografía.
[3] Cf. M. N. Camps Vilaplana, El resplandor de un carisma, Toledo 2011, pp. 145-154.
[4] Cf. A. Sorazu, M. de Vega, Correspondencia entre santos, Madrid 1995, p. 605.
[5] A. Sorazu, La vida espiritual, Madrid 1956, p. 72.
[6] A. Sorazu, M. de Vega, Correspondencia entre santos 741.
 [7] Cf. A. Sorazu, Opúsculos Marianos, Madrid 1928, p. 21-22.
[8] cf. A. Sorazu, M. de Vega, Correspondencia entre santos 234-235.
[9] Cf. A. Sorazu, Opúsculos Marianos 68; 70-71; R. Olmos Miró, La Virgen María en la vida y los escritos de la Madre María de los Ángeles Sorazu, Sentemenat 2009, 187 ss.
[10] A. Sorazu, Opúsculos Marianos 69; R. Olmos Miró, La Virgen María en la vida y los escritos de la Madre María de los Ángeles Sorazu, 162; M. N. Camps Vilaplana, El resplandor de un carisma 58-62.
[11] Cf. A. Sorazu, Autobiografía 678; Opúsculos Marianos 15-20.
[12] A. Sorazu, M. de Vega, Correspondencia entre santos 235.
[13] Cf. A. Sorazu, Autobiografía 366.